Por El Croniquero
Y tenía que venir el malvado de Enrique Bunbury a restregarnos en la cara el dolor por la pérdida de un amigo honesto, el mejor editor que he conocido, y rockero, por si hicieran falta motivos para estar madreado: “Queda,/ qué poco queda,/ de nuestro amor,/ apenas queda nada,/ apenas ni palabras,/ quedan…” Nuestro querido y admirado Héctor —reflexiona el sacerdote— ha rendido gloria a Dios.
La vida es como la neblina, que se disipa con el sol. Y uno glorifica a Dios en la vida, y también en la muerte. Nadie sabe cómo terminará su destino, cómo cumplirá la sentencia: polvo somos y en polvo nos convertiremos.
Pero todos los que estamos aquí, debajo del enorme guamúchil añejo cuyas ramas se mecen al aire y tocan las cruces de las sepulturas, no queremos asumir que Héctor se ha ido. “Queda,/ sólo el silencio,/ que hace estallar/ la noche fría y larga,/ la noche que no acaba./ Sólo, eso queda…”, insiste el ídolo de la voz inconfundible, con Frente a frente, a dúo con Miren Iza. ¿Cómo cabrones no llorar porque mientras anda tanto malandro ladrón por la calle y por la vida haciendo daño se muere la gente decente, honesta? ¿Cómo aguantar la presión del sentimiento, del coraje porque se nos adelante una auténtica biblioteca andante? ¿Cómo asumir, entender, aceptar que no volveremos a escuchar “…Es momento de ir,/ yéndose poco a poco./ El tiempo de las cerezas/ nunca llega en noviembre./ No me apetece escribir./ Hay otras formas de huir,/ y estar loco por solo,/ o solo por loco…”?, otra emblemática de Bunbury: El tiempo de las cerezas.
El suplicio comenzó hace algunos meses, cuando supimos que cayó enfermo por un accidente, y más cuando nos enteramos del dictamen y comenzamos a rezar para evitar el desenlace.
Pero ayer comenzó el dolor mayor, la velada de su cuerpo en una funeraria del centro, y hoy ni qué decir: su despedida en El Sol de Chilpancingo, en cuya redacción estuvo a cargo mucho tiempo, donde lo conocí y conviví con él durante varios años. La emotividad de la raza del periódico, brindándole el último adiós.
Luego en su casa, con su familia, en las paredes y los pasillos que lo cobijaron y ante el viejo árbol de aguacate debajo de cuya sombra más de una vez platicamos echando chelas. Y luego aquí, en medio del panteón municipal, al pie del guamúchil frondoso pletórico de bromelias florecientes, donde Héroes del Silencio apuntala el dolor y las ganas de llorarle a Héctor cantando con él una de sus favoritas: “Con nombre de guerra”: “Dejo en tus manos,/ lo que hemos acordado,/ la lluvia de hace un rato./ Ahora, sólo necesito descansar…” Un espontáneo encaramado en una cripta vecina clama aplausos para Héctor, y afirma de su ronco pecho que el rock es la pura vida, y que Héctor va a la eternidad con su lira poética del lenguaje chingón: el de la música.
Y la gente, como ciento cincuenta personas, que le tributan al rockero y editor y cantante y padre y hermano y esposo y alumno de nuestra querida Facultad de Comunicación y Mercadotecnia de la Universidad Autónoma de Guerrero, extraordinario ser humano, un aplauso general atronador, que parece no detenerse, hasta que se escucha “Siempre en la oscuridad./ La voz no tiene sentido./ El silencio lo es todo./ Héroe en su propio olvido./ En sus ojos apagados,/ hay un eterno castigo./ El héroe de leyenda/ pertenece al sueño de un destino…”, en otra de las simbólicas de Héroes del Silencio. Ni para dónde hacerse.
El compadre Ángel, al lado, no contiene las lágrimas. El hermano Israel, amiguísimos, solloza cabizbajo. A todos nos unen las palabras, los acordes: “Queda, qué poco queda…”, qué poca vida, con la que siempre nos andaba complaciendo en todos lados, siempre con los temerallicos, la banda amuleto de la buena vibra, todos inconfundibles en su cada quien. El famoso Güero, fotógrafo del Sol, lanza un emotivo “¡viva señor Héctor!” por su amigo desde la época de estudiantes.
Los hermanos: Orlando, Gregorio, Armando, dan las gracias a los asistentes por el acompañamiento, acomodan las telas con el ataúd abierto, y uno de ellos suelta a bocajarro: “Te amamos y te amaremos siempre, hermano”, y otro afirma que Héctor era serio, adusto, pero nunca ofendió a nadie, era un hombre de un corazón enorme.
Brisa, su esposa, en su mensaje inevitable, aviva los recuerdos y la melancolía: “Eres nuestro ángel, siempre lo fuiste. Eres un gran padre, un padre hermoso”. Alguien se acerca y le toca a Héctor una mano, antes de cerrar el féretro café claro, y le expresa un “Te quiero, cabrón”. Adiós a Héctor.
Quién diría que tendría que escribir una crónica para ti, si siempre pensé que sería al revés, pero como siempre: te saliste con la tuya. Unas cuerdas amarillas sostienen el cajón con los restos del hermano en su descenso a su última morada. Un cabezal de El Sol de Chilpancingo va encima junto con una playera de la banda Temerallica con la leyenda de Tributo a los Héroes del Silencio. Más sentimiento, con Lady blue: “Hoy voy a empezar./ Hoy es el comienzo del final./ El cocodrilo astronauta soy en órbita lunar./ Y ahora todo es mejor./ La lluvia de asteroides ya pasó,/ no fue para tanto./ Y desde aquí,/ todo es insignificante,/ nada es tan preocupante./ Y el espacio es un lugar tan vacío sin ti…” Ni modo, la vida es así, nadie dijo que fuera fácil.
Los amigos y los familiares comienzan a despedirse. Y el buen Héctor Martínez, el mejor editor que he conocido, se quedará aquí, en un sitio al puro tiro como para traerse unas caguamas bien frías, envueltas en papel periódico para conservarlas y que no se calienten luego: al pie de un guamúchil enorme, de ramas colgantes repletas de bromelias que se mecen y rozan las criptas, con cipreses y truenos y tulipanes alrededor, como para ponerse a reflexionar en la finitud de la existencia, en los avatares de la vida, en el dolor de la pérdida de los amigos y los seres buenos, de fondo el inconfundible Bunbury con Miren Iza: “Sólo quedan, las ganas de llorar, al ver que nuestro amor, se aleja. Frente a frente, bajamos la mirada, pues ya no queda nada de qué hablar, nada… Nada queda”