Alejandro Mendoza

Resulta por demás evidente que muchas personas viven de apariencias. Tratan de mostrarse como en realidad no son. Hay quienes han aprendido a ponerse máscaras y a llevar una bolsa llena de trucos y artimañas, para usarlas dependiendo de la situación y las personas con quien tenga que tratar.
No se habla en este caso de la diplomacia ni de las buenas costumbres o de la buena educación al momento de convivir con los demás. Más bien, se habla del engaño y la simulación como algo sucio e inmoral porque sólo se piensa en el beneficio personal a costa de cualquier acción mentirosa.
Hay quienes sostienen que toda interacción humana exige cierta cuota de engaño en distintos niveles, y en cierta medida, argumentan, que es la diferencia entre el ser humano y el animal su capacidad de mentir y embaucar. En este contexto no se habla del arte de convencer y argumentar con plena conciencia y responsabilidad en la visión del bienestar común.
Se dice que, en los mitos griegos, en el ciclo Mahabharata de la India, en la leyenda épica de Gilgamesh del Oriente Medio, el uso de las artes del engaño es privilegio de los dioses. Uno de los grandes hombres de la mitología, Ulises, fue valorado por su habilidad de rivalizar con la capacidad de los dioses, robarles algunos de sus poderes divinos y competir con ellos en agudeza de ingenio y triquiñuelas.
El engaño es un desarrollado arte de la civilización y una de las armas más poderosas en el juego del poder en todas las áreas de la sociedad en la actualidad. Hay quienes han aprendido a engañar con éxito, llevando la máscara que el día y el momento requieren. En la política y en el gobierno hay quienes esa conducta es su diario vivir.
La gente no cree en los políticos porque son expertos en la mentira. Con plena seguridad muchos de ellos, prometen y prometen a sus seguidores y nunca les cumplen. Los que llegan a conocer al político lo abandonan, pero éste inmediatamente se busca a otros embaucadores que lo sigan. Y ese es el ciclo del modus operandi de muchos de ellos.
Aprendices y expertos en el arte del mentir aprenden a vivir desde un enfoque de tal flexibilidad frente a todas las apariencias, incluso la suya propia, perdiendo gran parte de esa carga interior que lo retiene o lo limita que es la moral, la ética, la conciencia.
Como vil actor de una escena aprende a tornear su rosto según el momento que se viva y lo hace plenamente consciente ocultando sus verdaderas intenciones frente a los demás con el propósito de llevar a la gente hacia sus trampas previamente bien elaboradas.
Personas que actúan así existen en todos lados de la sociedad, incluso, hasta en la familia. Y es que para quienes, dominados por la soberbia, la arrogancia, la avaricia, la codicia y la ambición de poder, jugar con las apariencias y dominar el arte del engaño, es uno de los placeres estéticos de la vida. Y también constituye un componente clave para su caída e inevitable autodestrucción tarde o temprano.
Los errores fueron míos, los aciertos de Dios, sonría, sonría y sea feliz
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