Alejandro Mendoza

El poder para muchas personas es el fin de todo. Ocurre en todas las áreas de la sociedad, no sólo en la política, en las instituciones públicas y en el gobierno. La realidad es que se han conocido de casos en la iniciativa privada, en la iglesia y hasta en los matrimonios, en los que el esposo y la esposa suelen luchar por el poder del mismo.
Para muchas personas, la sensación de no tener poder sobre las personas y los hechos resulta insoportable. Y la razón radica en que nadie quiere sentirse desvalida porque se siente miserablemente mal. Y también es cierto es que la naturaleza humana conlleva el ansia de tener poder y éste debe ser cada día mayor.
En esa afanosa búsqueda se encuentra con la expresión el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Sin embargo, en el mundo actual resulta peligroso demostrar demasiadas ansias de poder o actuar abiertamente para obtenerlo. Se corre el riesgo de ser aniquilado por un aparato malévolo que impide el crecimiento de liderazgos buenos, éticos y morales.
Hay una teoría que en tales casos se debe actuar con decencia y equilibrio, de modo que se deber ser muy sutil, agradable y simpático, y al mismo tiempo, artero, democrático, pero en hipócrita. Nada más terrible que este consejo. Por eso la política está como está. Con una práctica que ha desilusionado a la mayoría de la gente.
Pero no sólo la política sino toda actividad donde por medio hay una cuota de poder, de control, de enriquecimiento. Este juego de constante hipocresía se parece muchísimo a las dinámicas de poder que existían en el maquinador mundo de las antiguas cortes aristocráticas del pasado. 
A saber: a lo largo de la historia, las cortes siempre fueron formándose alrededor de la persona que ejercía el poder: un rey, una reina, un emperador o un líder. Los cortesanos que componían esa corte se encontraban en una posición particularmente delicada: tenían que servir a sus amos, pero, si se mostraban demasiados aduladores y cortejaban con demasiada obviedad, los otros integrantes de la corte se volvían contra ellos. 
Por lo tanto, los intentos de ganar el favor del amo debía ser muy sutil e incluso los más hábiles cortesanos capaces de tales sutilezas, debían protegerse de sus pares que intrigaban para desplazarlos.
Entre tanto, se suponía que la corte representaba la cumbre de la civilización y del refinamiento. Se desaprobaba cualquier actitud violenta o abierta que promoviera el poder, los cortesanos trabajaban de manera silenciosa y secreta contra cualquiera que recurriese a la fuerza. 
El gran dilema del cortesano siempre fue el mostrarse como el paradigma mismo de la elegancia, y al mismo tiempo, burlar a sus adversarios y desbaratar los planes de éstos de la forma más sutil y disimulada posible. 
El cortesano exitoso aprendía, con el tiempo, a realizar todos sus movimientos de forma indirecta; si le clavaba un puñal por la espalda a su contrincante, lo hacía con guantes de terciopelo y con la más afable sonrisa. En lugar de recurrir a la coerción o a la franca traición, el cortesano perfecto lograba sus objetivos a través de la seducción, el encanto, el engaño y las estrategias más sutiles, planificando siempre sus movimientos por adelantado. 
La vida en la corte era un juego permanente, que exigía vigilancia constante y agudo pensamiento táctico. Era una guerra civilizada (Greene, R. 1998). Y esa ha sido la forma en cómo muchas personas han actuado en la búsqueda de poder en todas las áreas de la vida, y es también la razón de que el ser humano se destruya asimismo y acabe dejando un mundo de desolación y desesperación a su paso por el necio, ciego, malévolo y ambicioso deseo de poder por el poder mismo. 
Los errores fueron míos, los aciertos de Dios, sonría, sonría y sea feliz
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