Alejandro Mendoza

En la vida hay una serie de valores morales que debieran regir la conducta de los seres humanos, pero desafortunadamente éstos no son considerados, ni respetados. Y en los hechos prevalecen los valores inmorales o antivalores.
La deshonestidad, la injusticia, la intransigencia, la intolerancia, la traición, el egoísmo, la irresponsabilidad, la indiferencia, son ejemplos de estos antivalores que rigen la conducta de la gran mayoría de la gente.
Se puede decir que una persona inmoral es aquella que se coloca frente a la tabla de los valores en actitud negativa, para rechazarlos o violarlos. Regularmente a una persona así se le llama persona sin escrúpulos, fría, calculadora, insensible al entorno social.
Coincido que el camino de los antivalores es a todas luces equivocado porque no solo nos deshumaniza y nos degrada, sino que nos hace merecedores del desprecio, la desconfianza y el rechazo por parte de nuestros semejantes, cuando no del castigo por parte de la sociedad.
En este sentido, la soberbia es una característica común al ser humano que implica la constante y permanente autoalabanza que una persona realiza sobre sí misma. La soberbia es, además, una actitud de constante auto admiración que hace que la persona en cuestión deje de considerar los derechos y necesidades de aquellos que la rodean al considerarlos inferiores y menos importantes.
Si bien la soberbia puede darse en todos los individuos en algún punto de su vida de modos más o menos profundos, se habla de soberbia específicamente cuando los rasgos de vanidad y autoalabanza de una persona se vuelven exagerados.
Incluso, la soberbia es uno de los defectos más criticados por la mayoría de las religiones que basan sus teorías en el desarrollo de virtudes tales como la humildad, el respeto y entrega hacia el Dios correspondiente, la compasión y el desinterés por las cuestiones materiales. Esto es especialmente visible para el cristianismo que, además de las ya mencionadas, señala a la soberbia como uno de los pecados más importantes y graves que puede cometer el ser humano.
Hoy en día, las sociedades posmodernas se caracterizan por la existencia de gran número de estas actitudes debido a la importancia que se da al individualismo, a la noción de triunfo social y económico como consecuencia exclusiva de los logros individuales —y no de los logros sociales o del contexto—, al egocentrismo y a otras muchas circunstancias que desatan altos niveles de soberbia y narcisismo en miles de individuos.
La soberbia es definida por la Real Academia Española (RAE) como el apetito desordenado de ser preferido a otros. El concepto puede asociarse a la altivez, el engreimiento, la presunción y la petulancia.
La soberbia implica la satisfacción excesiva por la contemplación propia, menospreciando a los demás. El soberbio se siente mejor y más importante que el prójimo, a quien minimiza de forma constante. Por eso se comporta de manera arrogante y suele generar rechazo entre el resto de la gente.
En política la soberbia es una práctica recurrente, va siendo más grave en la medida en que se detente más poder. La prepotencia es un reflejo de la soberbia. Las malas decisiones en los gobiernos son otro de sus reflejos. La soberbia no deja ver ni reconocer que hay personas con más conocimiento y experiencia en diferentes ramas del saber y del actuar, que no son tomadas en cuenta por miedo a que rebasen a otros.
La soberbia es el valor antidemocrático por excelencia. Los griegos condenaban al ostracismo a aquellos que se destacaban y empezaban a imponerse a los demás. Creían que así evitaban la desigualdad entre los ciudadanos. Pensaban: “Usted, aunque efectivamente sea el mejor, tiene que irse porque no podemos convivir con un tipo de superioridad que va a romper el equilibrio social”.
En definitiva, la soberbia es debilidad y la humildad es fuerza. Porque al humilde le apoya todo el mundo, mientras que el soberbio está completamente solo, desfondado por su nada. Puede ser inteligente, pero no sabio; puede ser astuto, diabólicamente astuto quizá, pero siempre dejará tras sus fechorías cabos sueltos por los que se le podrá identificar
Los errores fueron míos, los aciertos de Dios, sonría, sonría y sea feliz.