Alejandro Mendoza
Aunque se expresa constantemente la palabra cambio, como una alternativa para mejores escenarios en la calidad de vida de las personas, lo cierto es que cada día se observan más acciones destructivas contra el bienestar del ser humano a gran escala.
En todos los escenarios hay quienes tienen el deseo honesto y sincero de que las cosas cambien para bien. Hay esfuerzos que se han hecho en ese sentido, pero la realidad contrasta fuertemente contra esta iniciativa. Hay maldad por todos lados y ganando terreno.
Plantear un cambio, muchas veces, se trata de una idea clara en el sentido de avanzar y mejorar de la situación actual que se tiene. Obviamente desde la perspectiva del bien.
Se necesitan cambios en el gobierno, en la política, en lo social, en lo económico, en lo cultural y en lo religioso, en fin, en todos los aspectos de la sociedad, pero el cambio más relevante es el que comienza en lo individual.
Vivimos en un mundo que, lejos de avanzar hacia niveles más altos de bienestar para todos sus habitantes, se encamina hacia la consolidación de altas cuotas de riqueza para unos pocos, mientras el resto, la mayoría, pierde calidad de vida y las cifras alarmantes indican que cada vez más gente se hunde en la pobreza.
Hay un pensamiento colectivo y elitista en donde los demás seres vivos apenas cuentan. Vivimos en un mundo que le apuesta al desarrollo económico material como principal objetivo en la búsqueda del bienestar, siempre temeroso de quedarse sin recursos, explotando si es necesario a otras personas y los lugares más recónditos, aniquilando ecosistemas enteros, tristemente incapaz de imitar la naturaleza y crear abundancia sin destruir.
Vivimos en un mundo que durante milenios ha sido un mosaico de gente y culturas diversas, que han sabido encontrar en su entorno los recursos que necesitaban para vivir, que han sabido ser más o menos felices, y que ahora están condenados a desaparecer bajo la presión uniformizante de las fuerzas globales.
Lo cierto es que no se está llegando a esta situación tras desastrosas políticas de regímenes autoritarios y despóticos, excusa fácil de historiadores para explicar barbaridades del pasado. El desastre que se avecina es el resultado de políticas llevadas a cabo principalmente por poderosos países que se llaman a sí mismos democráticos, que dicen respetar los derechos humanos y sentirse preocupados por la pobreza mundial, por la naturaleza y el futuro del planeta.
Los males —las pésimas condiciones de vida de amplias capas de la población mundial, la falta de expectativas vitales en jóvenes y no tan jóvenes, la pérdida de identidad y de importantes valores colectivos, la falta de reconocimiento y diferenciación cultural, la degradación del entorno y la explotación de la naturaleza— y sus consecuencias en forma de miseria, crimen y violencia, no se dan precisamente en países exóticos, tradicionalmente poco desarrollados, están presentes en el corazón de las rimbombantes y poderosas democracias.
Se extienden por los suburbios de las ciudades, recorren las calles de sus centros históricos, invaden el paisaje social y natural que nos rodea. ¿Dónde está el fallo? ¿Cómo es posible que este desolador panorama sea consecuencia de la democracia, el menos malo de los regímenes políticos?
Lo defino así de clarito, sin tanto rollo político, ni tampoco a través de una profunda reflexión ideológica. Se necesita de amor al prójimo para salir de este terrible bache en el que se encuentra la humanidad. Se necesita de los principios bíblicos para salir adelante. No hay otra forma.
Dice un proverbio chino: tienes que ser parte de la solución no del problema, si no eres parte de ninguno entonces eres parte del paisaje. Y muchos están en la última opción, lo cual es terriblemente lamentable.
Los errores fueron míos, los aciertos de Dios, sonría, sonría y sea feliz…
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