Alejandro Mendoza
El desaliento y la desesperanza son dos enemigos de gran parte de las personas en todas las áreas de la sociedad. No hay perspectivas del futuro positivas y sólidas ante el escenario tan negativo y complejo de la realidad que se vive.
Incluso existen pensamientos, actitudes y comportamientos que demuestran un conformismo o hasta una rendición ante las circunstancias terribles que se viven en lo familiar, en lo social, en lo político, en lo económico, en la salud, en la cultura, en todas las áreas de la vida humana.
Sin embargo, no se debe ni se puede aceptar la rendición o el conformismo. Las personas no pueden perder la esperanza ni la fe, en que todo puede ir mejorando poco a poco. Y esa es una tarea que toca a todos.
Cuando todo parece terminarse y el panorama es de lo más oscuro, cuando la vida parece haber perdido su significado y no hay más nada que hacer; cuando nos sentimos acorralados por fuerzas superiores a las nuestras, surge la esperanza como recurso final para encontrar un nuevo rumbo, levantar la frente y continuar hacia adelante y renovar los esfuerzos para cumplir con la misión asignada por la vida.
La esperanza es un detonante. Cuando la tenemos se desencadena en nosotros un deseo de luchar, un ánimo especial para afrontar cada una de las actividades cotidianas, incluso las más difíciles. Nos permite adquirir el fuerte deseo de seguir adelante cuando nuestras fuerzas nos abandonan y la voluntad necesaria para renunciar a nuestros sueños aun cuando el camino es una cuesta casi imposible de remontar.
La esperanza da sentido a la vida. La esperanza es un detonante para ponernos en marcha y enviarnos a trabajar con fuerza detrás de un ideal. En la práctica trabajamos, nos movemos y actuamos porque tenemos la esperanza de llegar a alguna parte, de lograr un objetivo, de alcanzar una meta o hacer realidad un sueño.
La esperanza nos ayuda a soportar ciertos momentos de la vida en que la dificultad amenaza con destrozarnos el cuerpo y el ánimo. Además, nos brinda consuelo como un bálsamo en la herida y nos ayuda a pasar esos momentos de angustia en que parece que todo terminará y no resistiremos.
La esperanza renueva nuestras fuerzas y las refresca para la cotidiana jornada en que habremos de vernos la cara con sucesos nuevos y desconocidos.
La esperanza nos inspira, además, a una vida de perseverancia; es decir a recuperar el equilibrio después de cada tropezón o a levantarse después de cada caída.
Por eso debemos buscarla, crearla, apegarnos a ella y defenderla de quienes, por haberla perdido, intentan desacreditarla.
La esperanza es el puente que nos tiende Dios cuando el viento sopla en contra y los obstáculos nos impiden ver su gloria. Es el recurso final que el Creador pone a nuestra disposición cuando parece que no tuviéramos ningún recurso a nuestro alcance.
Realmente cuando una persona ha perdido la esperanza, definitivamente ha perdido todo.
Los errores fueron míos, los aciertos de Dios, sonría, sonría y sea feliz.
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