Isidro Bautista

Algunos “sesudos” analistas políticos casi achicharran sus neuronas cuando se ponen a discutir sobre qué valor es más apreciado en la política mexicana: la capacidad o la lealtad.
Cuando un gobernador llega al momento de decidir con quiénes integra su equipo de trabajo, llega invariablemente al hecho de allegarse de colaboradores con esos dos o más atributos.
Salvo rarísimas casos, que son la excepción de una regla no escrita, se gobierna con amigos, correligionarios, compañeros de lucha, tanto de uno como de otro partido político. Los amigos van al lado. Son los depositarios de la confianza. Que tengan la capacidad deseada, es otra cosa. El jefe los coloca en donde se supone pueden ayudar, no entorpecer, las tareas por realizar. A veces fallan los cálculos y entonces hay que hacer los acomodos necesarios.
Si en un juego de ajedrez, para no sufrir el jaque mate hay que mover las piezas para atacar y defender al Rey, y a veces es necesario sacrificar alguna o algunas piezas para mantener viva la estrategia y no perder el juego, en política se dan situaciones parecidas.
Con el paso de las semanas o los meses, muchos funcionarios públicos —no todos, hay que aclararlo— encuentran su zona de confort y, comodinos, porque es lo más fácil, “se la llevan nadando de a muertito”. Se instalan en un bajo perfil, no hacen ruido, procuran pasar desapercibidos, que no se sepa casi nada de ellos, pero, eso sí, se engullen el muchas veces inmerecido salario que les pagan. Y el que paga los platos rotos de las omisiones, los errores, las insuficiencias provocadas por la indolencia burocrática, es el jefe. Este es el que recibe las críticas, las golpizas mediáticas, es el blanco de la ira popular.
Un gobernador, José Francisco Ruiz Massieu, reprochaba a sus colaboradores que “se hicieran guajes”. Él se los decía con otras palabras, quizá no elegantes, pero muy certeras.
Entonces, y ahora, porque los “estorbantes” siempre han estado ahí, incrustados en las oficinas del gobierno, no se han ido, los aficionados a mecerse y roncar en la hamaca, son un lastre que hay que arrojar fuera de la nave en estos tiempos de peligrosas marejadas políticas.
El gobernador del estado, Héctor Astudillo Flores, a dos años de haber asumido el timón de la descontrolada embarcación que era Guerrero, seguramente ya tiene una idea clara de quiénes funcionan y quiénes no, para estar a la altura de los reclamos populares, que hoy son incontenibles.
Los colaboradores del gobernador deben entender que no sólo se trata de estar en la oficina dizque haciendo la chamba. Deben defender con convicción las ideas de este gobierno, sus objetivos, sus acciones.
Sí van a la radio y a la televisión, y aparecen en los medios impresos, pero se han limitado a hablar del área que les corresponden.
La activista Yndira Sandoval expresó que había sufrido una violación del Estado, y ningún funcionario, ni siquiera de la Secretaría de la Mujer o las flamantes diputadas de su partido, el PRI, salieron al paso.
Del homicidio de Ranferi Hernández, ex dirigente estatal del PRD, se dijeron también muchas cosas: que en Guerrero hay persecución y linchamiento en contra de luchadores sociales, y que no se ve un combate antidelincuencia. Ni por una rejilla alguien asomó la cara.
Y habrá más andanadas en contra del Ejecutivo estatal en la medida en que se acerquen las elecciones de 2018. Espérense.
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