* Cuento sobre un epitafio adelantado©

 

Felipe Victoria

 

Erase que se era alguna vez en el mágico y bello paraíso tropical más famoso del mundo, en la parte Norte del Continente Americano, que fuera el consentido del Jet Set a mediados del Siglo XX por la excelencia de su gastronomía regional, la tibieza del mar y la calidez de su gente bullanguera, que muchos millonarios decidieron hacerse de terrenos con vista a la enorme Bahía para construir mansiones y no mezclarse con la chusma en hoteles.

Una maravilla de progreso abriendo fuentes de empleos fijos en servicios domésticos particulares generando fuerte migración al puerto; quienes no contrataban en restaurantes, centros nocturnos, bares y hoteles, encontraban acomodo fácil en casas particulares ahorrando para construir en las faldas de los cerros sus pocilgas techadas con láminas de cartón.

Claro que no tenían servicios municipales porque se hacinaron en asentamientos irregulares sobre predios invadidos azuzados por líderes vivales, que conseguían la vista gorda y disimulo de las autoridades a cambio de votos en las elecciones; el agua la acarreaban y la luz se la robaban.

Aquella aldea de pescadores que en los treinta no llegaban a 20 mil habitantes, creció desmesuradamente con oriundos de otras partes del país que forjaron sus familias ahí, sin ocuparse de inculcar valores de identidad común y la autóctona se perdió.

Poco les preocupó hacer escuelas y que la chamacada estudiara por lo menos lo básico; eran tiempos de bonanza, ocupados en atender al benéfico turismo y a los patrones forasteros en lo que se les antojara. Las nativas de mucho atractivo eran muy solicitadas por extranjeros que las ocupaban a ratos o hasta las compraban para llevárselas; las jovencitas agraciadas fueron bien cotizadas, los aldeanos morenos aprendieron algo de inglés para atender como lancheros a bellezas rubias de ojos claros e insaciables.

Políticos visionarios crearon un emporio en tres décadas y lo consiguieron, pero se terminaron los espacios disponibles y expropiaron predios improductivos junto al mar para que mafiosos norteños construyeran desarrollos inmobiliarios lavando millonadas de dólares.

Los trabajadores lugareños habían dejado a fuerza el anfiteatro de los cerros porque un gobernador construyó para que renaciera una ciudad aparte de las bahías, con calles y servicios; por fin serían dueños de sus domicilios lejanos a sus lugares de trabajo sirviendo al turismo.

Ese legendario paraíso creció demasiado, todo subió de precio y cuando fomentaron otros desarrollos turísticos distintos, les disminuyó la clientela; no pudieron seguir igual de bien tan solo por la fama durmiendo en sus laureles, sosteniéndose de la fuerza de la costumbre de turistas fieles, enamorados del mágico lugar.

Desde siempre, por ser una comunidad destinada al turismo, hubo laxitud para el destrampe de visitantes que podían hacer lo que se les ocurriera sin ser molestados. La calidad de hierbita fumable era muy buscada, igual que las bebidas espirituosas; andar cruzados práctica común de algunos visitantes en la exclusiva zona de discotecas donde todo era permitido, parte intocable de la fama internacional.

Cuando la rentabilidad del puerto decayó pese a las nuevas zonas residenciales, abrieron la tolerancia al tráfico de drogas lúdicas y polvitos “mágicos” importados del centro y sur del continente, que antes solo hacían escala técnica marina en su acarreo hacia el imperio yanqui y eran “gusto de ricos”, pero los popularizaron y comenzó el malfario del narcomenudismo, con la consecuente violencia callejera incontrolable porque las corporaciones policiacas sucumbieron ante la ley de plata o plomo.

A casi dos décadas del nuevo milenio, el antes glamoroso paraíso tropical amable se va poniendo más peligroso cada amanecer; gobiernos extranjeros advierten a sus connacionales de los riesgos de vacacionar en sus playas y la clientela se cayó, simple y llanamente, redundando en que son pocos quienes se arriesgarían a invertir en nuevas empresas que abrieran más fuentes de empleo para lugareños.

Para colmo de los colmos, tuvieron la pérfida ocurrencia de disimular la extorsión indiscriminada a los sectores productivos imponiendo cuotas de pisaje y rentas arbitrarias, resultando las pandillas urbanas de sicarios cobradores ser más despiadados y sanguinarios que los narcos, y entonces nadie se anima a contenerlos.

El paraíso transformándose en infierno se comienza a quedar vacío y apenas atinan a semiblindar la zona turística para que no se espanten los visitantes; a las autoridades se les hace bolas el engrudo para  poner remedios eficaces y contundentes cuanto antes, echándole suficiente voluntad política para aplicar de tajo el rigor de las leyes, sin entretenerse ni dilatar en foros y más pláticas bizantinas para discutir la planeación de ocurrencias inviables por parte de quienes carecen de nociones y experiencia en cuestiones de prevención de ilícitos, seguridad pública y combate a la delincuencia, pero de excelencia en la verborrea arrulladora y paliativa por hipnosis colectiva.

¿Están al borde de la reacción popular de organizarse para comenzar a hacer lo que a las autoridades les da miedo o no les conviene?, ¿esperan a ver si el próximo responsable del paraíso moribundo se pone las pilas o mejor de plano ya ni para qué votar por nadie?

Las próximas elecciones parecen de antemano un Halloween con muchas gringaderas; ni a quien de tantos poder apostarle porque van sobre lo mismo, engatusando al pueblo para sacarle su voto.

Conste que no mencioné la palabra que todos pensaron.