El mundo es un balón

 

Isaías Alanís

 

Pisar el estadio de Ciudad Universitaria, es entrar al umbral del misterio. A la caverna de la iniciación mistérica donde todo es dinero. Miles de anuncios están colocados para ser vistos por los espectadores in situ, y otros ser degustados por los televidentes. Mujeres de Telcel, Herbalife, Cerveza Corona; amazonas que hacen piruetas, o portan banderines de publicidad enfundadas en rigurosas mallas y trasero alzado, desfilan por la pista olímpica previo al partido Pumas-Chivas el domingo 17 de julio. El clásico que enciende los ánimos de la porra chiva y del ochenta por ciento de la universitaria que con 44 mil y pico de espectadores grita, y la voz del estadio y el “Goya” retruena en las nubes colocadas por encima del helicóptero de la Secretaría de Protección y Vialidad que encalla entre las gargantas de miles de hombres y  mujeres que corean salvas a su equipo, en el estadio cuya fachada titulada; La universidad, la familia y el Deporte en México fue obra de Diego Rivera.

Esta transitoria esencia mágica tiene ingredientes económicos. El futbol es un fenómeno social y principalmente mercantil. Es un gran negocio. Hay vendedores clandestinos de boletos; en el interior del estadio: tortas, sopas Maruchán, chelas, cocas, tacos sudados, palomitas, etc., y la publicidad del equipo.

El Clásico Pumas-Chivas es un platillo que no hay que perderse en medio de un operativo de seguridad que debería ser implementado contra la delincuencia. Patrullas, caballería, tanquetas y cientos de policías cubren las salidas y “encapsulan” a la porra “chiva” colocada en la portería sur del estadio. El rojiblanco forma una emanación que se inserta entre mentadas de madre y gritos de: “culeros, putos” surgidos de la porra universitaria colocado bajo el pebetero olímpico. Llueven vasos con sobras de cerveza o agua de riñón contra los invasores que se han colocado justo abajo de la porra brava puma.

Son invasores de la casa paterna universitaria. A una pareja, ella, flor de capomo, él, caballero de fina estampa, les llueven vasos con chela fermentada y agua de riñón. Ella lleva la camiseta del Guadalajara y él, de los Pumas. Ese binomio aparentemente contradictorio llama la atención de los porristas que los tunden. La flor de capomo, decide enfundarse una sudadera con capucha, mientras Fina estampa, voltea hacia las gradas de arriba y les mienta la madre con ademanes que finalmente los dejan en paz.

Aquí la vida no vale nada. Hay que jugársela por el equipo. La santidad urbana tiene paralelos orgiásticos. Se sumergen en la ola de vibración y la masa es individual y colectiva separada por colores y banderas. Se va al estadio a desahogar las broncas del trabajo, con la esposa o el jefe y la penuria económica. Hay una separación entre vida de la realidad y la realidad vivida. No hay muros, solo puentes. Vasos comunicantes. Atanores donde la realidad se conjuga y escinde. Se absuelve  y desaparece. Noventa minutos bastan para olvidar la pobreza, la guerra de los carteles. Levantones, corrupción y crímenes. Aquí se corea el gol, los desaciertos de los equipos mexicanos, que vistos en vivo son pusilánimes. Es un futbol llanero que concita millonarias ganancias a dueños, televisoras y patrocinadores. Y el soccer es el gran negocio del márquetin televidente y lavado de dinero.

Pero lo que aquí importa es cantar, desgañitarse, mentársela al árbitro, recoger de las propias incongruencias y desaciertos, los del “otro”. Esa nebulosa que se congrega en las butacas de hormigón del estado y gritar el “uuulero…” y el Goya se convierte en el padre nuestro de una comunión solar, terrenal y olorosa a sobacos, a resaca, a orín de perro negro sobre el que las reformas estructurales le han partido la madre, el padre y lo que queda del espíritu santo. En la parte alta, la porra brava. En los palcos la perra buena: el poder. Uno y otro se juntan. Los de abajo oímos sus rencores. Virgilio Andrade sale de la Secretaría de la Función Pública después de exonerar a su jefe. “Vale madres¡

En el estadio todo es puerta. Todo huida. No  hay culebreo del corazón, de los güevos o del clítoris que no se mueva al compás del balón que transita sobre el pasto célibe del estadio. Es el universo que gira y hace fintas con el balón. Es el Aleph borgiano y el clímax del místico. La perpendicular del ocio y el reclamo de quinientos años de hambre. Es la rueda y su misterio. El tiempo cíclico y su desventura. No hay muros para salir o entrar al estadio. Solo el grito de ¡gooool¡ devela los misterios orgiásticos del desamparo.

Lo que vi esa tarde dominguera en el estadio mientras en otro lado de la CdMex un menor fue cosido a balazos, es un futbol mediocre, sin duende. Una oncena de cada lado dispuestos a doblar las manitas antes que perder el glamour. El futbol mexicano es un fiasco para los propios peloteros y aún más para la afición. Es un juego llanero, sin estrategias definidas, donde se juega a no perder o perder por la mínima diferencia. El soccer mexicano avanza a la portería como las políticas públicas para el desarrollo de los pobres de México; lenta, muy lentamente, porque si el futbol mexicano se convierte en competitivo al menos a nivel continente, los pobres seguirán siendo ese pasecito a la red, el hambre tiene sesenta segundos y el “juego del hombre” una excusa para seguir igual.

No existe diferencia entre el mundo del balón y el mundo que les vamos a heredar a siete generaciones de mexicanos. La de gajos rueda por el campo, la calaca ha hecho de México su casa. No hay huesuda que no se raje ni pelona que no la miente. No hay gobierno que  no sea el deshuesadero de los pobres, ni pobreza que no alcance para inventar nuevos programas y clavarle a los pobres nuevos ¡gooooles¡.

El mundo es un balón ardiente como la vida misma.