Alejandro Mendoza

Hay una línea invisible que hace la diferencia entre los buenos y los malos. Y aunque la gente quiera justificar de todos los modos posibles, lo cierto es que no hay tonalidades grises en la actuación de la gente. O se es frío o caliente, pero los tibios no tienen ningún poder real en las circunstancias de la vida.
Para algunos, la idea de desarrollar en forma consciente los juegos e intereses que encierran el tomar una decisión importante resulta malvada, antisocial y algo que atenta contra las personas. Creen que pueden ir por la vida pensando que sus consecuencias no tendrán impactos negativos o positivos en el futuro inmediato. Pero se equivocan.
Es necesario cuidarse de ese tipo de personas porque, mientras hacia fuera expresan esas convicciones, por dentro suelen ser los más adictos participantes de los juegos del poder en determinada actividad de la sociedad.
Y hay que tener bien claro ese escenario porque utilizan estrategias que disimulan con habilidad la naturaleza de la manipulación que están ejerciendo. Esos individuos suelen hacer gala de su debilidad y de su falta de poder, como si se tratase de una virtud moral. Pero quienes de veras carecen de poder no muestran debilidad con el fin de ganar simpatía o respeto.
La gente que tiene intenciones totalmente malas en lo que hace, suele demostrar una absoluta sinceridad, pero se trata de una completa hipocresía. Si el mundo es como una gigantesca corte intrigante y manipuladora en la cual se halla la humanidad atrapada, no tiene sentido considerar el bien y el mal.
Sin embargo, esa posición sólo puede generar frustración e impotencia haciendo sentir a la persona desgraciada. En lugar de luchar contra lo inevitable, en lugar de argumentar, gemir y sentirse culpable, es mucho mejor destacarse por iniciativas que alienten la prosperidad y condiciones mejores para el futuro de la humanidad.
Si bien es cierto que la maldad parece ganar terreno en muchas de las áreas de la vida del ser humano, el bien siempre ha triunfado al final de acuerdo con la misma historia de la humanidad. De hecho, no hay mal que dure cien años, como dice el adagio.
Y es que muchas personas sostienen que los sentimientos y las emociones no tienen cabida en las decisiones más relevantes de la vida diaria, pero principalmente en actividades como el gobierno, la política, la empresa o cualquier otra que conlleva poder y autoridad.
Incluso hay quienes consideran que el ejercicio debe ser amoral y muchas veces antiético dando razón a la frase maquiavélica “el fin justifica los medios”. Nada más absurdo porque se agarran de esto hasta para quitar la vida al adversario. Nada más ruin que esta distorsión de la esencia de la expresión.
La más importante de esas habilidades, y la piedra fundamental del poder y la autoridad, es la capacidad de dominar las emociones. Las emociones nublan la razón y si no se es capaz de ver la situación con claridad, no se podrá tener control ni dominio propio.
Y la ira es la más destructiva de las reacciones emocionales, ya que es la que más intensamente nubla la visión.
Lo cierto es que una persona queda expuesta cuando recibe tantito poder o autoridad. Bien dice el dicho quieres saber qué clase de persona es, dale poder y entonces reflejará su más profunda naturaleza oculta.
Los errores fueron míos, los aciertos de Dios, sonría, sonría y sea feliz.
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