Alejandro Mendoza

Algo que gran parte de la gente ha perdido, es la esperanza de que las cosas pueden ser mejor a futuro. Ya no hay confianza ni fe de que tal escenario pueda ser posible. La realidad que se vive, es tan asfixiante que ha perdido la capacidad de motivación alguna.
No se puede negar que la situación social, política y económica es bastante negativa, que a miles de familias se le imposibilita tan siquiera la posibilidad de reflexionar o analizar conscientemente las alternativas que se pueden construir para mejorar las condiciones de vida.
La urgente necesidad económica y el suplir las más básicas como comer, vivienda y vestido, atrapa la mentalidad de las personas. Inmersos en el sistema político y económico que prevalece, no hay ninguna posibilidad de que se pueda generar un clima de esperanza en las personas.
Ese adormecimiento del pensamiento popular ha provocado un círculo vicioso que ha agudizado las debilidades en el potencial organizativo de la sociedad. Las fortalezas quedan destruidas en el momento en que la esperanza es desechada como una de las posibilidades más preponderantes.
Y es que cuando todo parece terminarse y el panorama es de lo más oscuro, cuando la vida parece haber perdido su significado y no hay más nada que hacer; cuando nos sentimos acorralados por fuerzas superiores a las nuestras, surge la esperanza como recurso final para encontrar un nuevo rumbo, levantar la frente y continuar hacia adelante, y renovar los esfuerzos para cumplir con la misión asignada por la vida.
Diversas concepciones establecidas enfatizan que la esperanza es un detonante. Cuando la tenemos se desencadena en nosotros un deseo de luchar, un ánimo especial para afrontar cada una de las actividades cotidianas, incluso las más difíciles.
Definitivamente la esperanza permite adquirir el fuerte deseo de seguir adelante cuando nuestras fuerzas nos abandonan. También proporciona la voluntad necesaria para no renunciar a nuestros sueños, aun cuando el camino es una cuesta casi imposible de remontar.
Coincido en que la esperanza da sentido a la vida. La esperanza es un detonante para ponernos en marcha y enviarnos a trabajar con fuerza detrás de un ideal. En la práctica trabajamos, nos movemos y actuamos porque tenemos la esperanza de llegar a alguna parte, de lograr un objetivo, de alcanzar una meta o hacer realidad un sueño.
La esperanza nos ayuda a soportar ciertos momentos de la vida en que la dificultad amenaza con destrozarnos el cuerpo y el ánimo. Además, nos brinda consuelo como un bálsamo en la herida y nos ayuda a pasar esos momentos de angustia en que parece que todo terminará y no resistiremos.
La esperanza renueva nuestras fuerzas y las refresca para la cotidiana jornada en que habremos de vernos la cara con sucesos nuevos y desconocidos.
La esperanza nos inspira, además, a una vida de perseverancia, es decir, a recuperar el equilibrio después de cada tropezón o a levantarse después de cada caída. Por eso, debemos buscarla, crearla, apegarnos a ella y defenderla de quienes por haberla perdido intentan desacreditarla.
Desde el punto de vista de la fe, la esperanza es el puente que nos tiende Dios cuando el viento sopla en contra y los obstáculos nos impiden ver su gloria. Es el recurso final que el Creador pone a nuestra disposición cuando parece que no tuviéramos ningún recurso a nuestro alcance.
Los errores fueron míos, los aciertos de Dios, sonría, sonría y sea feliz…
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