Alejandro Mendoza

 

A propósito del tiempo electoral que se avecina les comparto una de las reflexiones profundas que tienen que ver con el pensar, el hablar y el actuar de los políticos. Una de las percepciones más notables que tiene la población es la constante forma de mentir del político. Y con justa razón se afirma que miente tanto, que en verdad comienza a vivir su mentira en su mundo personal.

Del libro ‘El Arte de la mentira política’, de Jonathan Swift y John Arbuthnot, extraigo parte de un texto que bien vale la pena exponer con el propósito de generar una amplitud en la reflexión sobre el proceder político.

En tal sentido el texto empieza señalando las bases fisiológicas de la mentira: el alma tiene un lado plano, que le viene dado por Dios y que refleja fielmente los objetos; también tiene un lado cilíndrico, heredado del Diablo, que los deforma sistemáticamente. Satanás, como indican los Evangelios, es el padre de la mentira.

La mentira política tiene, así, su localización cerebral en el lado cilíndrico. Pero esto no es lo más importante. El tratado no se ocupa tanto de los fundamentos fisiológicos o espirituales del disimulo, como de sus efectos políticos. Efectos que remiten, en definitiva, a una cuestión fundamental, presente en toda la reflexión política desde la República de Platón hasta ‘El Príncipe’ de Maquiavelo: ¿conviene ocultar la verdad al pueblo por su propio bien, pueblo falsedades saludables con vistas a un buen fin?

Y además argumenta que el pueblo “no tiene ningún derecho a la verdad política”, como tampoco debería poseer bienes, tierras o castillos. La verdad política debe seguir siendo, como esos otros patrimonios, una propiedad privada: como pensaba Disraeli, sólo el gentleman sabe, por su propia condición, cuando conviene decir la verdad y cuando callarla o disfrazarla.

El pueblo, como aquel personaje de La Fontaine, es “hielo ante las verdades y fuego ante las mentiras”. La masa es crédula, miente, y puede ser engañada del mismo modo en que, como suele decirse, se engaña a las artes para convencer al pueblo de una verdad saludable que para hacerle creer en una falsedad saludable”. Que sea por tanto gobernado, por su propio bien, con la mentira: así resuelve el tratado esta cuestión.

Pero de inmediato se plantea otra: ¿a quién corresponde el derecho a fabricar esas “falsedades saludables”? Monopolio de la verdad, por un lado, y comunión democrática en la mentira, por otro: apartado de la verdad, el pueblo sí tiene, en contrapartida, un derecho inalienable a la mentira activa: un “debido privilegio” a cuyo ejercicio no pretende renunciar y por el que demuestra tener un “obstinado apego”.

Todo el mundo miente: los políticos, los gobernantes, los jueces, los magistrados, todos engañan al pueblo para gobernarlo, y éste, para librarse de aquéllos, hace circular chismes calumniosos y falsos rumores. 

Así, el texto propone una clasificación de las falsificaciones políticas, distinguiendo la mentira calumniosa que disminuye los méritos de un hombre público, la mentira por aumento que los infla y la mentira por traslación que los traslada de un personaje a otro. En todos estos casos debe imperar una irrenunciable regla de oro: la verosimilitud. Nada peor que la exageración, “esa prostitución de la reputación”. Decía Gracián: “Son las exageraciones prodigalidades de la estimación, por un cálculo cuyas bases establece el texto: se trata de un arte sabio, del justo medio, una sutil técnica de la medida”.

El engaño debe mantener su proporción frente a la verdad, ante las circunstancias y respecto a los fines pretendidos. El texto se prodiga en este punto en ejemplos y recomendaciones. Así, esas mentiras que anuncian catástrofes para aterrorizar al pueblo con un futuro sombrío e inducirle a que se contente con su triste presente, deben usarse con moderación, “no deben mostrarse al pueblo objetos terribles, no sea que le acaben resultando familiares y se acostumbre a ellos”.

O también esas promesas que anuncian, para los que sepan escoger el camino debido, un futuro radiante: “no sería prudente fijar las predicciones para el corto plazo: se corre el riesgo de quedar expuesto a la vergüenza y a la turbación de verse pronto desmentido y acusado de falso”.

Los errores fueron míos, los aciertos de Dios, sonría, sonría y sea feliz

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