Alejandro Mendoza

 

La señora se sube a la combi. Se sienta al fondo. Unos diez minutos después de trasladarse, de la colonia Guerrero 200 a la avenida Ruffo Figueroa, se baja. El chofer de la unidad le pide que pague su pasaje. La señora se admira y dice: “pensé que ya le había pagado”. Todos los pasajeros son testigos del hecho. La señora saca sus seis pesos y le paga al chofer por la ventanilla, luego que se había bajado.

La unidad del transporte público arranca y el chofer comienza a decirle al copiloto que iba con él, conocida del chofer por lo que se ve, con voz fuerte a modo que todos escucharan: “esa señora así hace, nunca quiere pagar su pasaje, ya la conocemos, siempre hace así, hasta el checador la conoce, vive arriba de donde se subió”.

La señora se subió en la colonia Guerrero 200, lo cual quiere decir que vive por la colonia Reforma. Tiene como unos 50 años y se ve de clase media a juzgar por su ropa y los accesorios que portaba.

Veinte años después he tenido la oportunidad de usar el transporte público otra vez. Fueron veinte años de estar inmerso en una dinámica de constante trabajo. Trabajo que a veces nos permitía tener un vehículo oficial de la fuente laboral. Y, por otro lado, también adquirí un automóvil particular. Hasta los 24 años usé el transporte público como medio de transporte.

Las experiencias de trasladarse en una combi son enriquecedoras. Lo había olvidado, siendo sincero. Uno se encuentra con todo tipo de personas que comparten el uso del transporte público.

Cuando fui testigo de la historia antes contada, me motivó a reflexionar sobre la falta de honestidad en las personas. La señora sabía que no había pagado. La observé en todo el trayecto. Su reacción fue de un supuesto asombro en el momento que el chofer le cobró el pasaje al momento de bajarse cuando otra persona pidió la parada. Lo bueno es que pagó.

En la combi va el joven que lleva sus audífonos conectados al celular escuchando música, con sus manos y cabeza sigue el ritmo. Va la jovencita que lleva clavada la mirada en la pantalla de su celular viendo alguna red social, pues ríe sola.

También va la mujer que apenas puede mover su bolsa de sus piernas; su falda es tan corta que no puede distraerse con algún movimiento inapropiado. Van las dos personas conocidas hablando temas personales con total confianza como si nadie más existiera alrededor de ellas. Va el matrimonio de dos jóvenes con su hijita de dos años que lleva en las piernas su mamá, estresados porque se les hizo tarde para llegar a algún lugar, así lo evidencia una llamada de la mamá informando que ya van en camino y que llegaran en unos diez minutos.

En el área del chofer va una mujer de copiloto. Tenían un tema de plática, pero cuando ocurrió lo de la señora que no quería pagar el pasaje, cambió su conversación. La señora que “no le gusta pagar su pasaje” se convierte en el tema central de su diálogo. Llevan música de fondo, de la que está de moda, en la narcocultura.

Todos estamos en ese momento compartiendo tiempo y espacio en la combi. Cada quien con sus temas, sus pensamientos, sus mundos. En el trayecto unos bajan y otros suben. Se escuchan pocos saludos. Buenas tardes al subir y gracias al bajar. Sorprendentemente pocos.

Al menos el chofer es un tanto precavido al manejar, aunque rebasa carros. Acelera, frena, vuelve acelerar. Se pega mucho a los demás vehículos. Quiere ganar al semáforo. Quiere ganar a otras combis. Quiere ganar pasaje. Pregunta si alguien baja en la parada, no hay respuesta, desacelera y acelera. Es algo que hace todos los días, o al menos cuando le toca turno.

Llegó a mi destino el centro de la ciudad. Doy gracias y bajo. Una larga fila de combis. De momento parece un tren. Camino y otras historias comienzan.

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