* Sus escasos habitantes sobreviven con miedo y en el abandono por parte de las autoridades, incomunicados con Zitlala debido a la violencia que generan dos grupos criminales

 

BERNARDO TORRES

 

QUETZALCOATLÁN.— Con la masacre de seis personas, la madrugada del 6 de enero de 2016, el grupo criminal ‘Los Ardillos’ logró aislar a los habitantes de esta comunidad del resto del estado, y desde esa fecha los mantiene bajo constante asedio, prácticamente secuestrados en su propia comunidad.

Llegar a esta localidad en la zona indígena del municipio de Zitlala no es tarea fácil, ni siquiera para las corporaciones policiacas que en teoría deberían garantizar su seguridad y desplazamiento para realizar las actividades cotidianas; pero los uniformados sólo vigilan el centro del caserío de bajareque y palma.

La ruta original desde Chilpancingo, capital del estado, es de aproximadamente dos horas y 30 minutos. Se necesita pasar por el municipio de Chilapa, llegar a la cabecera municipal de Zitlala, adentrarse a la zona rural y cruzar de manera obligada Tlaltempanapa y Tlapehualapa. Ahí, la carretera pavimentada pasa a ser terracería y 40 minutos más tarde, finalmente se divisa una mancha de casas en medio del palmar.

Sin embargo, esta ruta es intransitable por los altos índices de violencia, asesinatos y desapariciones, originada por la confrontación entre los grupos criminales ‘Los Rojos’ y ‘Los Ardillos’; estos últimos que se establecieron en Tlaltempanapa y controlan el paso hacia las comunidades, entre ellas Quetzalcoatlán.

La ruta alterna es el doble de distancia, tomando la Autopista del Sol hacia Cuernavaca, en Paso Morelos, desviarse hacia el municipio de Copalillo y unos pueblos adelante se toma un camino de terracería, que en temporada de lluvias es intransitable y apenas logran pasar camiones repartidores de refresco y cerveza para arribar hasta el cerro de las palmas.

Tres horas después de este recorrido, se logra ver Quetzalcoatlán, unas parcelas sembradas con milpas amarillas por la falta de fertilizante. A cinco metros de la brecha está una tumba solitaria que corresponde al señor Benigno, la última víctima del grupo armado que los acecha.

Don Benigno junto con los señores Román y Salomón, acudieron el pasado 12 de julio a Zitlala, para comprar sus despensas y hacer unas solicitudes al Ayuntamiento, presuntamente iban resguardados por una patrulla de la Policía Estatal y tres elementos, pero en unos minutos que “les perdieron de vista” fueron atacados a balazos, perdiendo la vida uno de ellos, otro resultó herido y uno más salió ileso.

A la llegada de vehículos extraños, la población se pone en alerta; dos o tres pobladores se asoman con desconfianza detrás de los tecorrales, y hasta percatarse que a bordo van activistas del Centro de Derechos Humanos ‘José María Morelos’, que documenta el desplazamiento forzado en Guerrero, es que salen de sus domicilios y envían el mensaje de que no hay peligro.

Los ladridos de los perros son también el síntoma de que no es un pueblo muy frecuentado; dos o tres ciudadanos se acercan a saludar frente a la iglesia e incluso agradecen la simple visita.

 

19 meses de ausencia gubernamental y promesas incumplidas

 

“Nosotros pensamos que ya estaba pasando, ahora no sabemos que vaya a pasar”, es la respuesta de don Román, al preguntársele a qué se deben las agresiones de los delincuentes que los atacaron en Zitlala.

Habían pasado ya 19 meses de aquel primer episodio en enero de 2016, y aunque no salían de su comunidad, creyeron que ya era momento de retomar sus rutinas, pero el último mensaje que le quitó la vida a otro poblador, los regresa al encierro en que se han encontrado y revive el miedo.

La necesidad de alimentar a sus familias los hizo correr el riesgo; ellos a diferencia de la otra mitad del pueblo, decidieron quedarse, en medio de pobreza extrema, sin servicios, secuestrados dentro de la comunidad, y en espera de que el Gobierno del Estado cumpla su compromiso de protegerlos.

En 2016, seis meses después del ataque, decidieron regresar; el gobierno se comprometió a brindar vigilancia, a otorgar proyectos productivos y cada mes entregarles una despensa, mientras se daba con los criminales que ejecutaron a las seis personas y se garantizaba la seguridad en la región.

A más de año y medio, la seguridad es a medias; la muestra es el reciente ataque, las despensas a veces llegan y otras no; de los proyectos productivos definitivamente no hay para cuando. Y mientras la crisis humanitaria se agudiza, sin servicios tan básicos como agua potable y medicinas.

La red de agua potable con la que contaban quedó destruida desde 2013, con el paso de los fenómenos meteorológicos ‘Ingrid’ y ‘Manuel’ y ya ni hablar de las carreteras, que hace años no son rehabilitadas.

Por ahora, las lluvias aminoran la crisis, porque en grandes tanques de cemento y plástico captan el agua de las precipitaciones y esperan que les duren unos meses después de la temporada.

En una breve reunión, donde participaron unas 20 personas adultas, que en su mayoría se dedican a tejer palma para elaborar artesanías, clamaron ayuda al gobierno, no pueden salir y nadie los escucha.

Los representantes del Centro Morelos, que acudieron a la comunidad, manifestaron que buscarán mediante la Ley de Atención a Desplazados, que se destinen recursos a la brevedad posible, quizá unas máquinas para coser palma serían de mucha ayuda, dicen unas mujeres que tejen sin parar cintas de palma.

Hasta ahora ninguna autoridad estatal o municipal ha ido a esta comunidad; la más clara muestra del abandono y omisión gubernamental.

La venta de palma es el único ingreso, a veces hasta la comunidad llegan compradores que les dan 30 pesos por rollos de cintas que tejen en dos o tres días; el poco maíz que siembran les da de comer a sus familias, aunque sea tortillas.

A pesar de todo, no quieren irse de su comunidad, esperan a que la situación mejore y que se amplíen las medidas cautelares para que por lo menos puedan salir a otras comunidades para satisfacer sus necesidades, como salud y alimentación.

 

No hay futuro para los niños (Coo’cones) en Quetzalcoatlán

 

Un grupo de niños y niñas (coo’cones en náhautl) juegan en la cancha de basquetbol frente a la iglesia con un balón “chipotudo”, tal vez el único que tienen, sin notar lo que adentro se trataba el futuro de los habitantes del pueblo.

Se les preguntó específicamente sobre los seis alumnos que egresaron de la primaria ‘Sor Juana Inés de la Cruz’, este ciclo escolar, y si tienen la intención de que continúen sus estudios en el nivel secundaria.

De entrada en la localidad no hay secundaria y enviarlos a otro poblado es impensable; las condiciones de inseguridad que se viven actualmente y la falta de recursos, no se los permiten.

“Aquí así es, la pura primaria y ya”, admite un campesino con complicaciones para hablar el español. Los estudios son un lujo que ellos no pueden pagar, porque su lucha principal es por sobrevivir.

En Quetzalcoatlán quedan alrededor de 20 niños, otros siete van a la primaria, la mayoría hablan náhuatl y español a la perfección, incluso se dieron tiempo de enseñar algunas frases a los reporteros, y les gusta jugar basquetbol.

Las niñas son tímidas, le huyen a las cámaras, pero cuando se trata de jugar la pelota se les borra la timidez; a sus 10 años, ni siquiera saben lo incierto de su futuro, sin estudios, ni apoyo gubernamental.

“¡Tlashtlahui!” (hasta pronto), se despiden los niños, con menos desconfianza, tras jugar un poco y enseñar a los reporteros algunas frases en náhuatl. (API)