Debo confesarlo: cuando los mejores recuerdos de él vienen a mi memoria, me emociono. Ya en el otoño de mi vida, aún siento que me hacen falta sus consejos, su compañía. Extraño nuestras salidas a desayunar, las largas charlas que sosteníamos, sus anécdotas, las discusiones cotidianas. Extraño a mi padre. Hace doce años que partió de este mundo. Extraño a Reember, a Reemberto Valdez Ortega.

Periodista autodidacta, forjado en la brega cotidiana, siempre lo acompañó su sentido práctico de la vida y su incomparable sentido del humor.

No era el hombre perfecto. Tenía claros y oscuros. Virtudes y defectos. Pero siempre fue un padre cariñoso con sus hijos y más con sus nietos.

Me hablaba de que uno en la vida debería tener al menos ciertos valores: la amistad, la lealtad –a las personas y principios—, la dignidad.

“Un hombre que no se respete a sí mismo, que no sea amigo de sus amigos, y que no guarde lealtad a quien debe ser leal, vale pa’ pura chingada”, me decía en el tono que le caracterizaba.

Huérfano de padre desde niño –mi abuelo, Prisciliano Valdés, diputado federal me parece que en la 30 Legislatura, y que fue asesinado, según me refería, por su militancia Delahuertista en Jalisco—, tuvo una adolescencia difícil. Mi abuela y sus seis hijos salieron huyendo del pueblo donde vivían, Colotlán, allá en tierras jaliscienses, para no correr la misma suerte que el jefe de la familia. Abandonaron todo: casa, rancho, ganado y la vida cómoda, para ponerse a salvo y sobrevivir.

En la Ciudad de México, donde hallaron refugio con algunos familiares, la abuela y sus hijos tuvieron que luchar, trabajar duro para salir adelante. A veces cosiendo ropa, a veces vendiendo dulces en la calle, haciendo talachas.

En algunas ocasiones, humano al fin, lo vi llorar. Cuando murió mi abuela, cuando fallecieron sus hermanos, y cuando me contó cómo confrontó, muchos años después, al hombre que había matado a tiros a su padre. Lo buscó con la intención de vengar la muerte de su padre. Cuando encontró al autor del crimen y éste le imploró perdón, dijo que matarlo no le iba a devolver a su padre. Se dio la vuelta y cerró esa triste página de su vida que lo marcó para siempre.

De mi padre tengo muchos recuerdos. Los viajes que hacíamos desde que yo era un niño. Recuerdo la noche en que viajábamos en su coche de Guadalajara a la Ciudad de México escuchando en la radio la narración de Jacobo Zabludovsky sobre la llegada del primer hombre a la Luna. Recuerdo las escalas que hacía para comprar cañas, fresas, fruta, a la orilla de las carreteras. Era realmente un hombre especial.

Recuerdo que una ocasión me fue a visitar a la Ciudad de México, donde estudiaba leyes en la UNAM, y le pedí que me regalara un libro que necesitaba. Me acompañó a la librería y me lo compró. Le dije: dedícamelo, ¿no? Sacó un bolígrafo y escribió: “Para mi querido hijo Pedro Julio, quien siempre deberá tener presente que ni tan tan, ni muy muy”. Seguramente vio mi cara de sorpresa por tan semejante dedicatoria y me dijo: “Trata de ser ecuánime, trata de estar siempre en el justo medio, no te vayas a los extremos. Eso te va a ayudar en la vida”. Sabio consejo.

Hoy hace doce años que mi padre murió. De verdad lo extraño. ¿Quién no extraña a sus padres? Cuando las dificultades y los problemas se convierten en una pesada losa difícil de cargar, recuerdo sus consejos.

Y sí, me emociono al recordarlo.

Hoy hace doce años que partió.

Te extraño, mi querido Reember, mi querido padre.