Alejandro Mendoza

Se entiende por corrupción como la acción y efecto de corromper, depravar, echar a perder, sobornar a alguien, pervertir, dañar. El concepto, de acuerdo con el diccionario de la Real Academia Española, se utiliza para nombrar al vicio o abuso en un escrito o en las cosas no materiales.
La corrupción, por lo tanto, puede tratarse de una depravación moral o simbólica. En otro sentido, la corrupción es la práctica que consiste en hacer abuso de poder, de funciones o de medios para sacar un provecho económico o de otra índole.
Ahora bien, se entiende como corrupción política al mal uso del poder público para obtener una ventaja ilegítima. En estos momentos, tal y como conocemos a través de los diversos medios de comunicación, se han producido numerosos casos de corrupción política.
Hay que establecer que existen diversas instituciones y organismos que tienen como clara función frenar la corrupción. Entre ellos destaca, por ejemplo, Transparencia Internacional (TI). Una organización no gubernamental fundada en la década de los años 90 y con sede en Berlín (Alemania), que se encarga de desarrollar distintas medidas con el claro objetivo de ponerle fin a la anteriormente citada acción.
México es uno de los países que en los últimos años ha visto cómo salían a la luz más casos de corrupción por parte de sus dirigentes políticos y gobernantes. De ahí que se haya producido un cambio en la mente de la ciudadanía contra la actuación corrupta de los políticos. Y más ahora con las redes sociales en donde se puede exponer públicamente esos casos.
La privación de la libertad es el último recurso del Estado para inhibir la realización de conductas nocivas para la sociedad, incrementar la percepción de riesgo en los ciudadanos y disminuir en ellos la sensación de impunidad. Por ello, las autoridades están obligadas a castigar la corrupción como mecanismo óptimo para prevenirla.
En este contexto, y retomando lo expuesto por el analista político Luis Pérez de Acha en su opinión en el diario The New York Times, la lucha contra la corrupción estuvo en el centro de la campaña de Andrés Manuel López Obrador. Para muchos, esa fue la clave de su triunfo en las elecciones del 1 de julio. La propuesta de acabar con la corrupción y la impunidad la refrendó en su discurso inaugural como presidente de México.
El caso del Huachicoleo o robo de combustible es apenas el iceberg de la corrupción que prevalece en México y que había sido tolerada y, en algunos casos, protegida y alentada desde las esferas del poder político. Y es una de las primeras acciones de AMLO en su lucha contra la corrupción que ha desatado la jauría política de sus opositores.
La Constitución obliga a las autoridades a investigar, perseguir y sancionar la corrupción. Este compromiso también fue asumido por México en la Convención de las Naciones Unidas contra la corrupción e, incluso, el país se obligó a luchar contra la corrupción como medida para potenciar el desarrollo económico y garantizar, en condiciones de igualdad, la competitividad entre empresas nacionales y extranjeras tanto en el Tratado de Libre Comercio con la Unión Europea y el firmado también con Estados Unidos y Canadá.
Las leyes penales tienen que aplicarse respecto a todos los delitos, sin distingo ni prerrogativa alguna.
Para el gobierno mexicano, la persecución de la corrupción no es una alternativa y sin duda no puede ser una herramienta política. En tanto existan leyes penales que la castiguen, los fiscales están obligados a investigar los delitos y los jueces a condenar a los corruptos. No hacerlo sería incompatible con la ley e inaceptable.
El combate a la corrupción no es una decisión unilateral de AMLO, ni siquiera con el respaldo de una consulta popular. En términos constitucionales, la corrupción no es un delito que dependa solo del presidente: la fiscalización del dinero público compete a la Auditoría Superior de la Federación y la persecución de los crímenes corresponderá a la Fiscalía General de la República. Finalmente, será el Poder Judicial el que condene a los responsables.
La corrupción afecta el patrimonio del Estado, el funcionamiento de los órganos de gobierno y la calidad de los servicios públicos. La percepción en México es que los políticos, los gobernantes y sus aliados empresariales son una casta impune. El perdón les prorrogaría ese privilegio en forma vitalicia. La inacción del expresidente Peña Nieto fue la mejor muestra de ello: su gobierno se limitó a la presentación de numerosos planes y programas contra la corrupción y al lanzamiento estelar del Sistema Nacional Anticorrupción en mayo de 2015, saboteado por el propio gobierno federal.
Esto explica que en los índices de percepción de la corrupción de 2015 a 2017, elaborados por Transparencia Internacional, México descendiera del lugar 95 al 135. Un desplome de cuarenta posiciones en apenas dos años, para ocupar el peor nivel entre los miembros del G20 y de la OCDE.
Sin duda, el poder penal del Estado no debe utilizarse para hostigar a adversarios políticos. Pero en México los cárteles de la corrupción operan en todos los niveles de gobierno y en contubernio con empresas nacionales y extranjeras. Perdonarlos implicaría legitimar su rapiña. La Constitución, los tratados internacionales y la moral lo impiden.
El 1 de julio, el mandato en las urnas fue que el gobierno mexicano combatiera la corrupción. Jurídica y socialmente, AMLO está impedido proteger a los corruptos. Como presidente, su única alternativa es velar por la aplicación de las leyes penales. La impunidad no puede convertirse en el sello de su gobierno. Eso lo tiene muy presente.
Los errores fueron míos, los aciertos de Dios, sonría, sonría y sea feliz
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