Alejandro Mendoza

Uno de los grandes problemas de México es la terrible impunidad que prevalece, lo que hace ineficiente e ineficaz la justicia. El dolor, la impotencia y el sufrimiento de miles de familias, a causa de este motivo, es más que conocido.
Por la relevancia en este tema, resulta interesante este fragmento de la ponencia “Estado de derecho y lucha contra la impunidad en América Latina”, leída por Carlos Castresana al recibir el doctorado honoris causa del Instituto Nacional de Ciencias Penales. Su opinión es valiosa en virtud que fungió como fiscal del Tribunal Supremo de España.
Este jurista ha tomado parte en la investigación y ejercicio de acciones penales en decenas de casos de alto impacto relacionados con actos represivos de Estado en diversos países latinoamericanos, y fue quien llevó a juicio al exdictador chileno Augusto Pinochet.
El texto indica que la impunidad se define como la falta de aplicación de las leyes en el ámbito de la jurisdicción penal. No se carece de normas: existen, pero no son aplicadas. Usualmente el término impunidad se ha utilizado para hacer referencia a la falta de respuesta a la delincuencia del Estado, porque los crímenes los cometían servidores públicos y eran encubiertos por los mismos u otros servidores públicos mediante la corrupción o la coacción o por intereses corporativos.
Sin embargo, el concepto se ha expandido modernamente, bien porque muchas de las actividades criminales se han encomendado a grupos paraestatales, bien porque otros grupos de poder político o económico, o grupos criminales autónomos y poderosos, son igualmente capaces de impedir que les sea aplicada la ley en condiciones de igualdad con el resto de la ciudadanía: reciben un trato de favor porque ellos también son capaces de eludir el cumplimiento de las normas, y de cooptar o de algún modo condicionar la actuación de las autoridades. Los instrumentos de que se sirven son los mismos: influencia, infiltración, plata o plomo.
América Latina tiene un problema grave de impunidad. Crecientemente, grupos de poder político, económico o criminal imponen su actuación al margen de la ley frente a instituciones débiles e ineficientes que no aciertan a impedirlo. La insuficiente implantación del Estado de derecho en la región proviene posiblemente de los procesos de independencia del siglo XIX.
Se aprobaron constituciones democráticas que sancionaban formalmente los derechos fundamentales y la división de poderes a imagen y semejanza del modelo estadunidense, pero las élites criollas herederas del imperio español que controlaron el proceso de emancipación, mantuvieron sustancialmente sus privilegios y no permitieron desarrollar sociedades verdaderamente libres e igualitarias.
La rendición de cuentas ha sido en muchos casos una quimera, a cargo de poderes judiciales carentes de independencia, incapaces de asumir su responsabilidad de garantizar los derechos de los ciudadanos.
En la historia más reciente, la impunidad en la región proviene de los conflictos armados de la época de la guerra fría, y en los países que no padecieron conflictos armados, es consecuencia de conflictos sociales, a veces tan agudos o más que las guerras, derivados de una desigualdad extrema y de la exclusión social de algunos grupos humanos.
Se trata de sociedades violentas, con los índices de homicidios más altos del mundo, donde apenas existe el Estado de derecho, las instituciones son incapaces de interponerse entre los grupos enfrentados y estos recurren a la violencia para resolver sus controversias. Son países, además, crecientemente armados.
El desafío es transformar la ideología de confrontación por otra de coexistencia: hay que desarmar, literalmente, a la sociedad y atribuir el monopolio del uso de la fuerza a instituciones públicas eficientes y confiables.
Pero para hacerlo hay que erradicar primero el conflicto, abordando y dando respuesta a sus causas y sus consecuencias; hay que arbitrar mecanismos para que las instituciones del Estado se interpongan entre los ciudadanos enfrentados y lograr que éstos resuelvan las controversias pacíficamente mediante la aplicación de la ley. El divorcio endémico entre los ciudadanos y las autoridades de la región, derivado de una desconfianza ancestral sustentada por la experiencia, hace inviable el contrato social, reflejado en las constituciones, pero inexistente en la vida cotidiana.
Para que el sistema de seguridad y justicia funcione, sin embargo, no bastan actos de fe. Las autoridades deben demostrar a los ciudadanos, con hechos, con resultados, que están a su servicio. Sólo entonces dejará de imperar la ley del más fuerte y los latinoamericanos dejarán de tomarse la justicia por su mano.
Los errores fueron míos, los aciertos de Dios, sonría, sonría y sea feliz.
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